Me quedo admirada cuando veo a mi nieto poner su dedito regordete
sobre cualquier pantalla que vea, y es que los críos nacen ya con las nuevas tecnologías
interiorizadas.
A ese bichito rubio lo adoro, tanto como a mis propios hijos
pero con un valor añadido, y es que yo no tengo la responsabilidad de educarlo,
eso es cosa de su padre y su madre, los cuales por cierto lo están haciendo
divinamente. Las abuelas estamos para disfrutar con ellos y de ellos y ellos de
nosotras, sin complicaciones ¡Esta etapa
es una auténtica delicia!
Bueno, que me disgrego, a lo que iba. Yo nací en la
posguerra tardía en un pueblo del interior de
Andalucía, Torreperogil, en las estribaciones de la Sierra de Cazorla en
la provincia de Jaén, y en mi casa había una radio de bujías, el único medio
que nos unía con el resto del mundo, al menos en la medida que la censura lo permitía.
Vi llegar la primera cocina de gas, era blanca y de
sobremesa con tres fuegos y una bombona azul pequeñita, hasta entonces mi madre
había guisado en una cocina de carbón tradicional, un poyo de hornilla con dos
agujeros bajo los cuales se encendía el carbón y en la cual se avivaba el fuego con un soplillo, aquello fue un buen
salto en la calidad de vida de mi madre.
Instalaron en mi casa grifos de agua potable, hasta el
momento el agua para la higiene domestica provenía de una fuente publica y era
transportada en cantaros por una mujer contratada ad hoc, y la bebestible
llegaba cada dos días en una pipa que traía Alejandro el aguador, mi madre
compraba dos cantaros que colocaba en la alacena en una cantarera donde se
conservaban bastante fresquitos. Con el grifo llegó también el rudimentario
cuarto de baño, con una ducha primitiva que se llenaba con cubos de agua, ya no
hacía falta calentar el barreño de zinc en el patio y bañarnos por orden de
menor a mayor. Esto supuso un buen aumento de la calidad de vida de mi madre y
del resto de la familia.
Luego llegó la lavadora, era un coñazo que había que llenar
de agua y vaciar, un aparato que supuso un gran salto en la calidad de vida de
mi madre, también. Que no era lo mismo lavar a mano frotando en el refregador y
hacer la colada con cenizas, que meter los trapos en un aparato que lavaba “solo”.
Luego llegó el televisor, ya hacía unos 6 años que en España
se emitían programas, pero hasta entonces la tele se veía en casa de algún vecino
más adinerado que tenía que soportar al
vecindario metido en su casa los domingos por la tarde para disfrutar del
maravilloso invento.
La nevera también llegó en su momento. Había que cargar una
barra de hielo cada día en la parte superior del aparato, todas las mañanas
venia el carro del hielo a proveernos del frío artificial. Mi padre le hizo una
mejora mandando colocar debajo del habitáculo del hielo, un serpentín de plomo
con un depósito y un grifo del que salía
agua fresquita. Otro gran salto en la calidad de vida común.
Coches en mi pueblo debían haber unos 10, entre ellos los
tres taxis que formaban el censo de la infraestructura de comunicaciones con el
pueblo de al lado, junto con la Alsina, autobús que nos comunicaba dos veces en
semana con la cabeza de partido, Úbeda. Los taxis eran Seat 1.500 todos ellos.
La primera vez que hablé por teléfono, mejor dicho, que mi
hermana año y medio mayor que yo intentó hablar por ese aparto, fue desde una
tienda que había al lado de mi casa. Entonces en las casas normales no había teléfono,
había que ir a la central y pedirselo a la operadora, que tenía
delante un mamotreto lleno de cables y clavijas que iba enchufando y
desenchufando en distintos agujeros, eso si se trataba de una llamada local, si
querías una conferencia eso ya era harina de otro costal, había que quedar para
por la tarde o para el día siguiente. Pues bien mi madre nos mandó para llamar
al practicante, cuando mi hermana, la pobre, escuchó aquella voz salir del tubo
aquel, abrió unos ojos como platos y salió pitando como alma que lleva el
diablo. Naturalmente yo salí propulsada presa del pánico detrás de ella, corría
como alma que llevan al menos tres diablos, no sabía bien de que corría yo,
pero corría porque sabía que había que correr ¡Menudo choteo luego en mi casa
entre mis hermanos mayores! Duró años el cachondeo.
Y todo esto sucedió entre mi nacimiento y mis 6 años, unos
adelantos increíbles en tan poco tiempo, si bien es verdad que las grandes
ciudades y el resto del mundo ya disfrutaban de todos estos adelantos y más
incluso.
Pronto, tras la tragedia familiar que supuso la muerte de mi
hermano, nos trasladamos a Sevilla, una metrópolis que habíamos visitado en alguna
ocasión durante algún verano. El cambio fue brutal, para mí el supermercado y
los productos envasados fueron un gran impacto. Ya no cuento lo que supuso ver
los juguetes de una vecina americana,
Micheo, hija de un militar de la base de San Pablo, yo alucinaba viéndolos y jugando
con ellos.
Pues todo esto que cuento es peccata minuta enfrentándolo con los
adelantos que en los últimos 20 años hemos tenido la oportunidad de conocer. De
mis 6 años a mis 40 ha habido adelantos, claro que sí, mejoras sustanciales de
lo que ya había, tanto en electrodomésticos como en comunicaciones, automoción y
tecnología en general. Lavadoras automáticas, secadoras, coches potentes, teléfonos
en todas las casas, vitrocerámicas, televisión en color etc. Pero todo esto es ya casi nada,
puesto que disfrutábamos de ello hacía cuatro décadas, comparándolo con Internet y telefonía móvil, aquí es donde hemos dado
el salto cualitativo para cambiar la vida del mundo en general, y no digo
aumentar la calidad de vida, aunque también, según se mire y según qué parte
del mundo se mire.
Y a lo que iba ¡menudo cambio entre mi infancia y la de mi
nieto! Los cambios son vertiginosos y exponenciales, del ordenador mamotrético de
hace 20 años hemos llegado a la Tablet, del modem chirriante que nos conectaba
a la red, por cierto bastante rudimentaria, al Wi-Fi, de las cintas de cassete,
pasando por los efímeros CD,´s, al pendrive, de la televisión pública a la televisión
por cable, de los libros de papel a los eBook .
Sin entrar en el daño irreparable que le estamos causando al
planeta -ese es otro tema sobre el que escribir largo y tendido- me encanta ver
como mi pitufillo se desenvuelve en este complicado mundo al que ha venido, con
que naturalidad-como todos los niños nacidos en los últimos cinco
años-interiorizan todas estas cosas que para mí no dejan de ser una especie de
milagro.
También me maravillo de ver cómo siendo ya una abuela me he adaptado tan divinamente a la época y como disfruto de estos
nuevos “tiempos modernos”
¡En el fondo sigo siendo una niña!
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