Hay veces, sobre todo en las cosas más importantes, en que los acontecimientos van por sus propios
derroteros de manera que llegan a superarnos. En esos momentos es cuando somos
plenamente conscientes de ese equilibrio inestable que es nuestra vida.
Desde luego yo siempre he mantenido, para diversión de
alguna ex buena amiga del ramo del matroneo, que un embarazo y un parto son
como una enfermedad. Que es como comerte
un melón a tajaditas y luego vomitarlo entero con cascara y todo. Son nueve meses
de cambios tremendos en el cuerpo de la mujer, externos e internos, con un
cortejo de incomodidades que hacen la vida difícil durante ese tiempo. Que si
nauseas matutinas, a veces acompañadas de vómitos, durante los primeros tres
meses, corrección de la postura fisiológica para adoptar una más acorde con la
carga uterina, con el consiguiente dolor de espalda, a medida que aumenta el
tamaño del feto, la incomodidad sube en progresión geométrica, patadas en el hígado,
micciones cada vez más frecuentes, estreñimiento, ardores, malas digestiones,
imposibilidad de encontrar una buena postura para sentarse o dormir. Y todo
esto considerando que el embarazo sea un dechado de normalidad.
No digo ya si el embarazo es patológico, con diabetes, hipertensión
o cualquiera de las otras circunstancias que hacen considerar un embarazo de
alto riesgo. Ahí es cuando es mejor desenterrar un campo entero de patatas que soportar los nueve meses de estado de
gravidez.
Pues bien, puede haber un embarazo de fabula y un parto de película
de terror. Esa ha sido mi última experiencia- más que mía, de mi hija- un
parto donde todo aquello que podía salir mal, salió, haciendo buena la ley de
Murphy y un axioma sanitario que dice que existe el síndrome del enchufado,
enchufada en este caso, en el que se afirma que los procesos de los familiares
del personal se suelen torcer de mala manera. Y así fue. Por fortuna la
torcedura se pudo enderezar y todo quedó en un tremendo susto.
Atravesando esas terribles circunstancias en las que nada puedes
hacer que no sea ponerte en manos de los profesionales y de la providencia
divina, te das cuenta-si aun no te la habías dado- de que la vida es algo etéreo,
que ahora la tienes y al segundo se ha ido, que lo importante en el tiempo en
el que estamos aquí no es TENER si no SER.
Pero a lo que quería yo ir, tenemos una sanidad de lujo, con
unos profesionales ante los que hay que quitarse el sombrero, una sanidad que
no podemos permitirnos el lujo de dejar perder, es el seguro que tenemos los
pobres de que en momentos difíciles tendremos el mejor de los tratos y que nos
brindaran todas las posibilidades de salir airosos de esos trances tan
dolorosos, que el poder adquisitivo no será un motivo para salir mejor o peor
parado.
Tenemos una sanidad de la que nos hemos dotado a base de la aportación
de todos y todas, es uno de los pilares del estado de bienestar y un derecho de
la ciudadanía.
LA SANIDAD PUBLICA NO SE VENDE, SE DEFIENDE!!!!!!!!!
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